“Ella no se queja. Ella no protesta. Ella no pide nada. Ella no me irrita. No levanta ninguna barrera. No hace saltar ninguna de mis alarmas de estos días. No me ofende. No me indigna. Sólo se alegra de oírme y me cuenta, entusiasmada, que está dando el primer paseo con su hija en mes y medio. Que la niña va dando saltos y que le cuesta impedir que se meta en los charcos. Que su marido trabaja la mitad y ella nada y que quizás ya no pueda volver a hacerlo porque no hay colegios a la vista en muchos meses. Pero que todos están bien y que su familia está unida. Que está sintiendo a su pequeñaja por primera vez de cerca, que ha unido unos lazos que no sabía estaban desatados. Que tiene esperanza de que alguien en el Gobierno encuentre soluciones. Que espera que la vida nos dé otra oportunidad. Que cree que (sic) “esta situación es un curso emocional para todas las personas”.
Y, durante todo ese tiempo, yo me voy ablandando y calmando y enterneciendo y empatizando y avergonzando y acercando y aprendiendo. Y, para cuando me despido de ella, ya sé que me ha dado la lección más grande de esta crisis. La de la humildad, el agradecimiento y la alegría de vivir.”
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